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REFLEXIONES DE UN TIPO COMÚN - AGOSTO 2012 NOTAS RELACIONADAS

Leonel Gargantini

Garra y Corazón
La pelota como herramienta de gestión

Señor, lamento informarle que hemos decidido internarlo para realizar algunos chequeos y, hasta que no tengamos los resultados, permanecerá en una sala de cuidados intensivos…

 

Cuando era pibe vivía en Chacarita, lindando con Villa Crespo… ahí, frente a la Plaza Los Andes, en el complejo de casitas de 3 pisos que llamaban las “casas colectivas”, donde en el medio de los blocks que la conformaban había un amplio espacio para desarrollar actividades deportivas. Concepción Arenal 4220, un primer piso que, como todos los de las colectivas, tenía una pérgola enorme, bah!, no sé si era tan grande, pero para mí era la parte más importante de la casa… ahí jugábamos con mi hermano, mi primo Horacio y Marito, que más que un vecino era un primo de la vida y Pelusa, y si, una perra… con ese nombre, qué otro animal podía ser!!
colectivas

En realidad, teníamos algunos otros ejemplares como la tortuga que tenía como 50 años y que unos pintores atorrantes la “sopletearon” mientras pintaban las persianas características de las casas y la dejaron completamente verde; y con su nuevo “look”, siguió viviendo unos cuantos años más. También teníamos más de 100 pájaros, ya que mi viejo Héctor se le dio por coleccionar pájaros y todos los domingos a la mañana íbamos a la feria de Pompeya a comprar algunos ejemplares. Decí que mi abuelo Donato vivía con nosotros y los cuidaba porque limpiar esa pajarera, que había sido construida especialmente, era una tarea insalubre.

Viví en las colectivas hasta los 15, después nos fuimos a Caballito a un hermoso departamento a estrenar y la vida ya fue distinta, no digo peor, al contrario, pero ya no sentí la pertenencia a un barrio, a ser el hijo de Héctor, el del mercadito de Otero 87, “el mercadito la Feria”, donde además del viejo trabajaba mi tío Juan y lideraba el negocio la Nona “doña Aurelia”, que trabajó detrás del mostrador hasta unos días antes de morir con más de 80 y pico. Esa “Pyme” familiar fue el primer laburo de varios de nosotros, entre los cuales me encuentro y recuerdo con mucho cariño. Los sábados, siendo unos pibes, trabajamos con mi hermano Norberto (al que la Nona siempre le dijo Robertito, vaya uno a saber por qué). Una tana increíble que tenía una capacidad negociadora y un manejo de la inteligencia emocional que, si hubiese sido más ilustrada, hubiera dejado sin laburo a David Goleman... A mi, como toda la familia, me llamaban el “gordo”, me llamaban así porque era gordo!

La vida transcurría bastante planificada, íbamos al colegio León XIII en Dorrego y Costa Rica, hoy un lugar con cierto estilo post moderno llamado Palermo Hollywood, pero en aquella época lindaba con la villa y el mercado de frutas y verduras (donde el viejo compraba mercadería para el negocio y a veces lo acompañábamos junto a mis primos). Para los del barrio éramos distintos porque íbamos al colegio de curas y fuera de la zona de influencia de las colectivas, cuando el resto -lo cual era común en esa época- iban a la escuela pública (que era excelente). Lo bueno de los curas era que, además de la educación convencional de los salesianos, desarrollaban 3 actividades “extracurriculares”: formar parte del batallón 2 de exploradores, ser monaguillo y jugar todos los días a la pelota. En mi caso pasé la primera, cumplí la segunda como mandato materno y me enganché con la tercera, con la cual me agarré un metejón que todavía me dura.

Me acuerdo que todos los sábados por la mañana viajábamos en el colectivo 47 para jugar los torneos internos, que en realidad también se hacían en la semana después del mediodía (el recreo largo después del almuerzo) hasta que tocaban la campana y empezaba el segundo turno de la tarde, ya que estábamos todo el día en el colegio
colectivo

Estando en 4to grado nuestro equipo jugaba con la camiseta de Atlanta que fuimos a comprar con el tano Impieri y nuestras viejas a una casa de deporte en Dorrego y Corrientes al lado de la bombonería Los Andes, donde mi viejo todos los miércoles compraba las barras de chocolate y después de ver la serie Ataque (había otra que se llamaba Combate, pero al viejo le gustaba Ataque) y siempre, con el mismo ritual, iba repartiendo pedacitos del mismo tamaño de cada sabor y, después, a la cama a soñar… Pero, siguiendo con el equipo de 4to con la camiseta de los bohemios, me acuerdo que un recreo de la tarde un día que, en lugar de clase, no sé por qué se armó un torneo interno, yo estaba jugando de 4 más adelantado y paré la pelota con el pecho, seguramente con la panza que en ese entonces cubría un espacio importante de mi cuerpo, y le di como venia… así de boleo… y la clave en un ángulo. Fue un golazo que, con los años, probablemente se fue agigantando y le fui adicionando otros atributos en mi cabeza, que seguramente no existieron, pero me acuerdo que miré de reojo al público y el maestro González (el que tuve en 1ro superior) le decía al padre consejero Malatesta: “mirá el gordo qué golazo se mandó”

Qué reconocimiento, la pucha! Se me infló el pecho y la panza y, a partir de allí, pasé a jugar en el medio como los que saben… no era mi caso, pero como siempre fui un poco líder y me la rebuscaba bastante bien, nadie me decía que no y yo me sentía importante. Te digo más: casi jugaba de puntero como Pinino Más... un grande!

Era de noche y yo no podía dormir porque ahí, en terapia, las luces estaban prendidas y los compañeros, al menos el de al lado, con el cual me separaba una cortina, estaba muy dolorido porque venía de una operación. Además, estaba sin poder moverme, conectado a un monitor con un montón de cables, no me dejaban levantarme ni para ir al baño… imaginate me dieron un “papagayo” que, a pesar de la fauna de aves que recordaba cuando era chico, a ese nunca lo había tenido. Lo miré y dije: “que bicho de mierda”, si bien su utilidad tenia casualmente otra finalidad fisiológica. Además de las luces del techo y las voces de las enfermeras y los pacientes, mis únicas pertenencias eran: una radio chiquita, que me acompaña todas las noches y un enfermero piola que se hizo el distraído porque veía que salía entre las sabanas un cable que se dirigía a mi oído derecho, el izquierdo seguía escondido porque si me lo ponía se hacía muy evidente. El segundo activo (en esos momentos son invalorables) que me había llegado a través de mi hijo era un libro que me había comprado para hacer más llevadera la espera. Un libro de cuentos de futbol de Eduardo Sacheri “Esperándolo a Tito”, el mismo autor de “El secreto de sus ojos”, el libro que después se hizo la peli de Campanella con Francella y Darín.

Si bien no podía leer porque no me dejaban y, además, era imposible hacerlo por los cables, sí podía ver la tapa del libro mientras escuchaba la radio, tratando de encontrar alguna noticia de los juegos olímpicos, pero en especial alguien que me informara del  Millo: si habíamos comprado algún refuerzo importante, qué pasaba con los de la banda a una semana previa a su regreso a primera, mientras se me dibujaba una sonrisa cuando escuchaba que los bosteros habían sido derivados a Córdoba y tardarían 3 días en llegar desde Venezuela… parte de nuestro folklore.

Y la tapa del libro seguía dando rienda suelta a mi imaginación y recordaba mi infancia con una mezcla de nostalgia y agradecimiento por haber tenido esa fortuna y me daba cuenta que, a medida que iban pasando los años, había un eje que seguía siendo un perno articulador de mi vida... la pelota.

Terminando el secundario en Caballito, donde aún hoy conservo amigos que, a pesar de que no nos vemos con mucha frecuencia, nos conocemos de memoria: podemos tirar paredes a pesar de no tener la frecuencia del encuentro, sabemos quiénes somos, lo que nos moviliza y que el único interés que nos une es el afecto.

Tuve la suerte de estudiar en un país donde la movilidad social formaba parte del ADN argentino y donde el hijo de un portero, operario o comerciante podía desarrollarse como profesional y llegar a lo máximo en su especialidad. Hoy, lamentablemente, creo que no sería posible y que “M'hijo el dotor” de Florencio Sánchez es sólo una utopía...

En el mundo imaginado donde me crié, los sueños fueron los grandes movilizadores que me hicieron avanzar en aquello que me propuse y me propongo, donde lo material sin lo emocional no tiene mayor sentido, donde los valores que me forjaron fueron a través de la manera de actuar de mis viejos, de la solidaridad de los vecinos, de ser amigo de mis amigos, de valorar la tenacidad y  sencillez de mi compañera de ruta y la emoción que causa ver cómo mis 3 hijos crecen siendo buenas personas y me demuestran que vale la pena seguir trabajando y correr detrás de los sueños.

Mientras seguía mirando el techo, con la radio de fondo y la tapa del libro de Eduardo Sacheri y repasaba mi vida y veía cada detalle como una película vieja que no había visto desde hace tiempo, pensaba en todo lo que tenía para dar por todo lo que había recibido hasta el momento y no me había dado cuenta. Tengo un saldo a favor importante y a veces me comporto ignorando estos activos acumulados a través de una vida. Como en todo proceso de cambio hay que empezar por uno mismo y lo primero que se necesita es tener la motivación para cambiar (lo cual está dentro de uno)  y tal vez sea el objetivo más difícil de conseguir, pero merece el esfuerzo y toda la pasión que es lo que nos moviliza.

En ese momento entró una enfermera para darme una medicación y vio el libro que estaba en la mesita y me dijo -con cara sorprendida-: “¿y a usted le trajeron un libro de cuentos de futbol? Eso es aburrido”.

Y le respondí con una sonrisa, cuyo subtitulado decía: “la vida es un cuento y cuando jugaste o jugás a la pelota la entendés mejor”. Al rato me dijeron que el corazón estaba bien y que en unos días podía volver a jugar a la pelota…

 

  Leonel Gargantini

 

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